Viernes Santo

“…Disfrutamos el incienso, los rezos, las luces, las columnas de las iglesias… 
todo era como una película que estábamos viviendo”.




En la ciudad en la que ahora vivo no hay tiempo para muchas contemplaciones, las abundantes libertades no incluyen la conmemoración de la Semana Santa, y si de paso contamos con que el 2020 se desarrolla en modo cuarentena pandémica, no hay plan posible para mi tradición favorita en este periodo del año.

Sin embargo, el maratón de templos que nos lanzamos el año pasado aún me hace sentir el corazón lleno de ese fervor tan necesario en tiempos difíciles, pero no solamente en cuanto a la conexión espiritual, sino también en cuanto a la cercanía con mi gente y mi hogar. 

Recordar ese día, me reconcilia con la Caracas intensa que a veces se hacía tan hostil. Y es que el 19 de abril de 2019 no recorrimos templos, sino que vivimos con intensidad la devoción de su gente y de nosotros mismos. Disfrutamos del verdor acogedor de sus calles, retomamos lugares que, por miedo, ya no se nos hacían tan comunes, de las aceras altas, de los murales, de encontrar en los ojos cansados de la gente un brillo de esperanza… Queríamos absorberlo todo. 

Ya estaba claro que sería el último recorrido -en un buen tiempo- por los templos de esa Caracas que a veces palpita con agonía, pero que también fascina y cautiva. Por eso, invitamos a los mejores compañeros, a esos con los que yo quería estar lo más posible, escucharlos y vivirlos al máximo: mis papás. 

Con ellos hoy escribo este texto a varias manos, donde mezclamos nuestras experiencias para saborearlas de nuevo y también para compartirlas en estos tiempos de devociones digitales.

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El mediodía era una fiesta de sol y gente caminando con una alegría medieval de misticismo caribeño. Salimos a recorrer los templos ubicados en el centro de Caracas. Íbamos los cuatro, Rebeca, el Negro, Alejandro y Adriana, con una semblanza de tranquilos feligreses  dispuestos a redescubrir esos espacios de la ciudad olvidada, a rememorar la esencia de los viejos tiempos, cuando nos pertenecía sin angustias, sin sobresaltos y con una calidez humana que siempre se sobrepone a la estrechez de las calzadas que, en la celeridad de los días de trabajo, dificultaban nuestros pasos apresurados hacia las actividades rutinarias.

Ahora era distinto, aunque había transcurrido mucho tiempo sin pisar ese suelo, la sensación de reencuentro cercano era profunda. Agarramos camino después de visitar algunas iglesias del este de Caracas: la Guadalupe en Las Mercedes y Nuestra Señora del Pilar en Santa Fe.

Sagrado Corazón de Jesús. Foto: Guiaccs.com
Nuestra ruta hacia el centro, atravesando la avenida Francisco de Miranda para tomar la Libertador, nos llevó a la avenida México que conduce a muchas de esas esquinas con nombres fascinantes. Así, después de pasar la esquina de Perico llegamos a la Iglesia Sagrado Corazón de Jesús.

Esa iglesia está siempre presente, tanto que se hace parte del paisaje con todo y su apariencia de dulce pastillaje. 

Nos estacionamos donde pudimos, dos o tres cuadras más arriba, y bajamos caminando entre la gente indecisa que se paseaba entre buhoneros que vendían frutas y escapularios, entre otros perolitos que no detallamos para llegar rápido al primer destino. 

Del lado izquierdo de la acera se armaba una cola. De lejos pensamos que se trataba de algún programa del desgobierno, pero al sentir la resignación con la que la gente se organizaba en la fila, supimos que la cola era para entrar al templo. Dudamos, pero solo un segundo. Estábamos juntos, y nada podía enturbiar la emoción de ser parte de esa energía colectiva.

Santo Domingo de Guzmán
La cola fluía rápidamente de principio a fin. “Mamá, mejor evita ser tan sociable porque esta cola va volando y si nos distraemos nos dejan atrás”, y sí. Como un rayo entramos en la iglesia y nos sorprendió descubrir que sus fascinantes columnas ocre y el altar de minuciosos detalles estaban en perfecto estado. La pausa especial antes de salir se la otorgamos a Santo Domingo de Guzmán, quien dignamente despidió a los visitantes con esa misma mirada cálida con la que acompañó a Alejandro en sus años de colegio.

Continuando hacia el oeste por la avenida Universidad, estacionamos cerca de la esquina de Carmelitas donde estaba el antiguo edificio de la Gobernación de Caracas. Subimos a la Iglesia de Altagracia, pintada de amarillo y con unas escaleras donde se sentaba la gente después de visitar el templo.

Altagracia. Foto: Guiaccs.com
Altagracia se deja ver, con nostálgico esplendor, como una de las iglesias más antiguas de Caracas. Su imponente altar contrasta con el techo desconchado, inexplicablemente seductor, que recuerda todo por lo que ha pasado: incluyendo el terremoto del 1812. El púlpito, las alas del ángel que lo erige y las obras de arte, son como secretos a voces de fortunas incalculables llenas de significado.

Ungidos por la ferviente devoción de la gente visitando sus monumentos, bajamos caminando hacia La Plaza Bolívar donde se encuentra, en la esquina de La Torre, la Catedral de Caracas. Casi corrimos para entrar. No queríamos que la multitud nos impidiera la vivencia de aplacar el calor bajo esa sombra particular que ofrecen todas las iglesias del centro de Caracas.

Humildad y Paciencia. Catedral de Caracas
Todas despiden un ruido que parece un poderoso murmullo que se dispersa con un eco suave, todas son frescas, todas protegen y todas guardan un misterio que quiere ser revelado. La Catedral es la más impactante, o eso creíamos Alejandro y yo hasta ese día.

La gente respetuosa, recorría en fila cada espacio, hasta llegar a la figura de Humildad y Paciencia. Un Jesús que aunque aburrido de ser tan bueno, es firme en su objetivo. Inspira y motiva. El murmullo creció, nuestra emoción también. Inevitablemente, la luz que salpicaba el espacio donde él estaba, nos cautivó paralizando el tiempo durante los pocos minutos que duró ese encuentro.

Hay que decir, además, que La Última Cena inconclusa de Arturo Michelena y otras obras admirables de Juan Pedro López, Cristóbal Rojas, y Tito Salas, entre otros, deben estimular a todo caraqueño, devoto o no, a visitar la Catedral.

Bajamos caminando de Gradillas a Sociedad. Justo esa zona, es lo que podría decirse "el camino por donde pasa la reina". Las edificaciones están restauradas, hay locales para tomar buen café y hacerse parte de la experiencia de visitar el centro sin adentrarse en su verdadero corazón. Ese que contrasta el esplendor histórico con la tristeza de la gente. La calle estaba adornada con sombrillas multicolores que cubrían la vista al cielo, y sin importar de dónde habían salido, cumplían un objetivo: brindar una pausa estimulante al deambular azorado de los caraqueños. 

San Francisco. Foto: Guiaccs.com
Caminando hacia el oeste llegamos a la equina de Las Monjas donde se encuentra la Iglesia de San Francisco, otro de esos templos que forman parte de la cotidianidad de quien recorre la avenida en días de semana, y es quizás por eso que su interior está tan bien conservado. 

Ese Viernes Santo la iglesia estaba llena. La gente allí arrodillada reclamaba su dosis de perdón celestial. La belleza de esta iglesia, la solemnidad de su altar y el retablo impresionante que lo constituye, la convierten en uno de los monumentos religiosos más evocativos de la ciudad. La historia se desprende de la porosidad de sus paredes y lo místico absorbe toda atención.

Las puertas inmensas, el olor a incienso viejo y la capacidad de aislar al visitante del exterior en un instante, merecen especial atención. 

En nuestro afán de cumplir con nuestro compromiso inicial, subimos de nuevo hasta la avenida Urdaneta porque habíamos dejado atrás el hermoso y antiguo monumento religioso La Santa Capilla, uno de los más populares templos capitalinos.  

Aunque su imponente presencia doblegaría al corazón más envalentonado, esta iglesia, lamentablemente, deja en evidencia que la crisis política lo ha invadido todo en Venezuela. Frente a ella, se levanta una especie de taima estridente con consignas que opacan la solemnidad del momento, pero el templo, con su poder del murmullo –del que ya hablamos arriba- opaca toda ferocidad contaminante al recibirte en su interior. 
Santa Capilla. Foto: Guiaccs.com

Santa Capilla ofrece una profusión de detalles imposibles de describir en una sentada. Impresionante y misteriosa, acogía a los visitantes que inmediatamente levantaban la mirada al techo azulado, como si del mismo cielo se tratase. Y es que así debe ser para algunos la puerta a la eternidad con todo y juicio final. 

¿Qué piden? ¿Por qué ruegan? Sea lo que sea, la devoción con la que observan cada rincón garantiza los milagros. Estábamos fascinados, contagiados, imbuidos de religiosidad y pasión cuando nos encontramos a San Miguel Arcángel, como un héroe silencioso, brindándonos la certeza de que todo estará bien.

En nuestra aventura no podíamos dejar a un lado el hermoso recinto gótico de las Siervas del Santísimo Sacramento. Dando un giro hacia el suroeste de la ciudad, encontramos esa particular edificación cuya sobriedad ofrece una espiritualidad única a quien la visita. 

Es impactante descubrir semejante estructura en esa angosta calle de Santa Teresa. Emerge severa e imponente con sus colores neutros acentuados por los años, pero nada, nada en el exterior te prepara para lo que encuentras dentro. Desde los rayos de luz que fluyen de los vitrales, hasta los arcos altísimos que parecen esconder a algún personaje de literatura clásica, todo es memorable.

El altar de madera brillante, luce sobrio, lúgubre, y aunque está coronado con fuentes de luz colorida, todo allí cuenta historias de soledad, de devoción extrema, de dolores lejanos que se cuelan entre los bordecitos de los severos bloques grises de las paredes. La sensación de estar ante un tesoro que no sabes si quieres descubrir es inevitable. Cerramos el recorrido y no hubo mejor lugar para hacerlo.

Mi mamá vivió parte de su infancia frecuentando esos rincones llenos de sombras, detallando con su infantil inocencia las manos de las monjas, asustándose tal vez, al escuchar sus pasos aproximarse para llamarle la atención por cuchichear con sus amigas. Caminó segura entre los bancos, se acercó a una monja a preguntarle por algunas conocidas y regresó lentamente con unos brillantes lagrimones rodando por su rostro.

Allí, lloramos los cuatro. Sumergidos en el claroscuro sentimos amor por el pasado y por el futuro. Afrontamos la separación que venía y abrazamos la ilusión de los sueños por cumplir. Allí dimos gracias a Dios por lo vivido, lo compartido y por lo que sería un día inolvidable que quedará muy bien guardado en nuestra memoria. Quince días después salimos de Venezuela.




Comentarios

  1. Muy lindo texto. Caracas, la agresiva, veces resulta encantadora, como lo cuentas aquí.

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