De cómo la miss venció a la roba maridos
La noche era fresca y la comida exquisita. No había mucha
gente pues el local tenía un par de semanas abierto. Los mesoneros bostezaban
disimuladamente en una esquina y el capitán les daba vueltas como aleteando a ver
si los animaba.
En el centro de la terraza, en una mesa bajita, había un
pequeño grupo de personas: un tipo claramente extranjero, sonreía galantemente
y ofrecía fuentes con suculencias que servían de enlace entre una señora
cuarentona y una muchacha cuyo cabello caía como una cascada plástica perfecta,
producto –seguramente- de los litros de silicón que contenía su champú. Ella
era como la clásica miss venezolana. Ni que hablara en chino pasaba por
forastera: llevaba un jumpsuit blanco
ajustado con un cinto metalizado que caía graciosamente a un lado de sus
caderas, el busto retocado, mucho gloss, máscara de pestañas suficiente como
para sumar tres años a su edad y unas piernas extra largas que, cruzadas hacia
un lado, recordaban al Circo Cómplice de principios de los 90.
Lucía contenta, agarraba los bocadillos con la mano, tal
como le indicaba el tipo que la acompañaba, y ella come que come y habla que
habla con la señora. Tan entretenida estaba, que no notó cuando el tipo se
levantó de la mesa para dar una vuelta al lugar. Él, con ojo de águila -o de
zamuro más bien- identificaba el entorno. Sabía quiénes eran nuevos en el lugar
y quiénes no. Saludaba sonriente a cada mesa, hasta que posó sus ojos rasgados en
el extremo izquierdo de local.
Allí, bajo un toldo brillante como de Las mil y una noches, estaban dos mujeres conversando muy cerca. El
hombre aterrizó en el improvisado nido y las rodeó como eligiendo una nueva víctima. Una de ellas se levantó de su asiento, más
para mostrarse que para ser “amable”. Era inmensa, morena, pulposa y
venezolanísima: el pelo largo, negro, liso, con mucho gloss y más máscara de
pestañas que la anterior, un estraple, plataformas y una sonrisa grandota. De
inmediato entendí lo que ocurriría luego y la bauticé “la roba maridos”.
Con muy poco esfuerzo, logré sacarle a un mesero que el hombre
era el dueño del sitio y la señora cuarentona era la hermana. En la novela que yo
estaba entretejiendo en mi mente, la miss estaba tratando de conquistar al tipo
a través de la familia.
Apabullada con las dimensiones de la morena, empecé a ver a
la miss tan diminuta, tan distraída… hablaba y comía como loca. No notaba que su
galán se entretenía con otra ni tampoco que se le estaban empezando a notar las
costuras: se le salía la tira del sostén, perdió el gloss entre cada mordisco,
la humedad luchaba contra el silicón de su cabello y el rimmel comenzaba a marcar unas sombras oscuras alrededor de sus
ojos. En fin, a la miss se le estaba cayendo la producción.
Yo, desde mi rincón, veía brillar los ojos –y colmillos- del
galán. Estaba radiante bajo el toldo, con su mirada punzante fija en la roba
maridos. De pronto, la rubia notó la ausencia del pillo, se volteó, lo ubicó…
él se dio cuenta y no encontró otra solución que invitar a las mujeres del
toldo a compartir en su mesa en medio de la terraza. Ni la miss ni quienes husmeábamos
en sus vidas dábamos crédito a lo que veíamos… Las mujeres se sentaron de lo
más sonrientes y el tipo, eufórico por lo que suponemos ocurría ya en su
imaginación, se fue corriendo a buscar unas belly
dancers.
La música empezó a marcar el ritmo intenso de los cascabeles
que colgaban en las redondeces de las bailarinas y como un paladín del medio
oriente surgió el tipo agitándose enérgicamente pretendiendo contagiar a los
presentes. ¡Jamás había visto un belly dancer
hombre! Meneaba el vientre a tal punto que las criollas contratadas
quedaron relegadas a un segundo o más bien tercer plano.
El hombre sin perder el ritmo y con movimientos insinuantes se
acercó a la morena para invitarla a bailar. La morena contoneaba sus hombros
descubiertos mientras sonreía, pero no se levantaba de su cojín. El tipo seguía
seduciéndola cada vez más cerca. En cuestión de minutos el local estaba lleno
de gente que contemplaba la escena. La miss había perdido su oportunidad de
conquista… La morena se arrimaba el pelo y su mirada triunfal la exhibía convencida
de que no tendría que someterse a la pena de bailar un compás desconocido para
dar su estocada final. Miraba al tipo con los ojos entrecerrados, acolchaba la
boca… y cuando menos lo esperaba su rival atacó.
Haciendo gala de las clases de Giselle´s, inspirada por el mismísimo Joaquín Riviera y escuchando en su mente la marcha del máximo certamen de belleza, la miss se levantó, agitó su melena y se dejó llevar por la música. Recuperó su brillo para pisar fuerte, levantaba los brazos y sonreía mientras recibía la ovación animada de los testigos… la pelea la tenía ganada y la roba maridos para siempre quedó olvidada..
Esta es una historia ficticia, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
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